Ya es ocho de diciembre un año más, cada vez se dan más
prisa en llegar y me sorprenden sin tener nada escrito que contarte y sin saber
por dónde empezar a escucharte. Al momento empiezo a hacerlo y me doy cuenta de
lo importante que es esto, de lo imprescindible que resulta esta obligación
silenciosa que me empuja a mírate y tomar consciencia de mi propia existencia.
Tú, que por azar me encontraste y que podrías haber sido
insignificante pero por el contrario me marcaste. Y sin querer te fuiste, pero
lejos de marcharte te quedaste. Para reinventarme, para impulsarme, para
ahuyentar mis miedos y alimentarme. Tú que me obligas cada diciembre a pensar
en la muerte y celebrarla. Tú que me enseñas a agradecer mi suerte y
explotarla. Tú, que desde lejos te conviertes en brújula y me traes al centro
de la Tierra, donde huele a hierba y a mar, donde solo lo que de verdad importa
está.
Hoy en tu fiesta somos uno más. Uno que he conocido por
casualidad y que ya eres tú de alguna forma. Y es que creo que eso es lo más
cerca que entiendo el infinito y que veo la eternidad. Tú, que aun teniendo
poco tiempo nos sembraste de ti, de tu risa, de tu prisa y tu pureza; esa es la
herencia que nos dejas. En mí, en tu padre, en tus hermanas y en las nuevas
vidas que, sin pretenderlo, tendrán más de ti de lo que nunca podamos darnos cuenta.
Porque todo lo que tocaste está impregnado de tu esencia, y nosotros, por
inercia, seguimos extendiéndola. Absorbiendo lo que fuimos, llenando a los que
llegan y formando parte de este infinito de personas que se van pero que nunca
nos dejan.