Siempre he creído que el ser humano es bueno por naturaleza
y que es la sociedad quien lo corrompe. Que cualquier bebé que nazca del
vientre de su madre será tan puro como un lienzo en blanco esperando a
convertirse en algo más que un continente sin contenido.
Sin embargo hoy estás tan roto que me da igual si es el
sistema el que corrompe o si estaba escrito en su cigoto, porque hemos buscado
mil y una explicaciones y hasta yo misma me agoto.
Y estallo en lágrimas,
reventando la tristeza sostenida que nos mantiene unidos y al mismo tiempo tan
ausentes. Y por un instante dejo de pensar en el bien y el mal y empiezo a
reparar en el calor que desprenden vuestros abrazos.
Rescato un viejo pensamiento sobre la incapacidad de
comprender cómo la Declaración de Derechos Humanos y el Apartheid fueron
concebidos por la misma especie. Cómo conviven manifestaciones tan extremas y
alejadas dentro del mismo grupo animal. Sigo sin entenderlo, pero hoy hasta me
da igual. La resignación me ha hecho pensar que la vida es así y buscar
explicaciones no cambiará nada. Que el mundo es un lugar inhóspito para vivir,
pero puestos a elegir, cualquiera escogería vuestra manada.
Y es que admiro la nobleza y el semblante que destilan
vuestros ojos, la firmeza de las zarpas que sujetan la esperanza y la sonrisa
que ilumina y que nos hace tanta falta. Porque sois familia, barricada y casa.
Una manada que no descansa. Un todos para uno. Un rugido que amansa.
Porque en mitad de la tormeta os convertís en balsa, celebráis
la vida, y el miedo se me pasa.