martes, 26 de abril de 2016

Siempre, siempre.


Hace un tiempo decidí dejar de creer en los para siempres, probablemente porque preferí renunciar a ellos en su totalidad antes que admitir que me había equivocado escogiendo uno. Sea como fuera, aquello hizo que cambiara mi forma pensar en el tiempo y sobre todo de vivir las relaciones.

En mi afán de racionalizar la vida, resulta mucho más práctico creer que todo es temporal, y ciertamente lo es. Los momentos son efímeros y volátiles, llegan, los pruebas y se van. Las relaciones cambian, las personas evolucionan, los sentimientos mutan, se expanden, se disuelven.  Y siendo así resulta más pragmático entender las relaciones como lo que son: transitorias.  Sin embargo, siempre hay algo que entra en conflicto con mi razón y se hace un hueco, desmoronando todo aquello que mi lógica se esfuerza en construir.  Los impulsos irracionales, las inseguridades, o en definitiva, todo aquello que la mente intenta reducir. Pero siendo honesta he de decir, que me encantan las constantes y los patrones que se repiten, convirtiéndose en tradiciones.  

Y me hago patriota de tus manías, sacando pecho en el acierto de que adivines mi comida preferida.


Y es que adoro la palabra siempre, y realmente pienso que nunca dejé de creer en ella. Siempre es mi padre, mi madre, mi abuela. Siempre es mi lunar de la pierna, tu risa, la playa con luna llena. Los helados de mi infancia, ese herbolario, los festivales con ella. Siempre es el flamenco, mi casa, el bajo en noche buena. Siempre es lo que soy, aunque me deje, aunque ya no existas, aunque todo se aleje. Siempre es lo que no me asusta, lo que me conforma, los que me alimentan. Pase lo que pase. Cuando todo se cae, todo lo que  permanece.


Buen día, sean felices.




Mamá es siempre